Los relatos de Dino Buzzati (I)
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A menudo, al pasar por el 105 de la calle de Illescas, me acuerdo de mi amigo Julián, Postigo creo recordar que se apellidaba. Durante cuarenta y tantos años, hasta que se jubiló, atendió el quiosco que hubo allí. La primera revista que le compré fue un número de Popular 1 de la primavera del 75. Era de Canarias y, ese mismo verano, en mi primera visita a Tenerife, me lo encontré paseando por el Puerto de la Cruz. A partir de entonces nació nuestra amistad. Si era invierno, se quejaba del frío que pasaba por las mañanas, al abrir el templete; si verano, del calor cuando el Sol comenzaba a caer a plomo sobre el barrio. Siempre me dejó abrir las publicaciones para cerciorarme de que aparecían mis artículos y eso que, de no ser el caso, no las compraba. Como lo que leo influencia lo que escribo, a no ser que tenga que hacerlo por algo concreto, no acostumbro a leer a mis contemporáneos: no quiero estar influenciado por ninguno de ellos. Me gustaría estarlo por Charles Baudelaire. De modo que, si mi artículo, por “a” o por “b” no salía, el resto de la publicación no tenía ningún interés para mí.
Hace casi treinta años que escribí sobre mi amigo Julián por primera vez. Hoy vuelvo a hacerlo, no por ese recuerdo, inevitable al pasar por el lugar donde estuvo su quiosco y reparar en el hueco que ha dejado: nadie ocupó su puesto, arramblaron con su pequeño pabellón cuando él se fue. Hoy recuerdo a mi amigo Julián merced a la lectura que me ocupa en estos días, unos relatos de Dino Buzzati, una compra que, en efecto, sí le hice.
Ya al final de su actividad -prolongada hasta el primer semestre de 2014, si no recuerdo mal-, entre la prensa periódica y diaria que comercializaba, comenzó a saldar algunos ejemplares de esas queridísimas ediciones de los años 60 de la Colección Reno, de la Editorial Plaza & Janés. Títulos entrañables donde los haya -en aquellas páginas leí a Sven Hassel, a Arthur C. Clarke, a James Hilton y algún otro de mis primeros autores-, al verlos a precios irrisorios -dos € o poco más- me hice con Invitación a la ciencia (1965) de Isaac Asimov, Risa en la oscuridad (1938) de Vladimir Nabokov y estas Historias del atardecer (1966) de Dino Buzzati, que estos días me ocupan.
Descubrí a Buzzati, con la misma fascinación que la mayoría de sus lectores, en El desierto de los tártaros (1940). Incluida en La Biblioteca de Borges, esplendida colección comercializada en los años 80 por Orbis, las aventuras del segundo teniente Giovanni Drogo, el oficial enviado a la fortaleza de Bastiani -un territorio mítico- a la espera de un enemigo que no acaba de llegar -de hecho no lo hace hasta que él ya pasa a la reserva-, me magnetizaron desde el primer momento. Calculé que con estas Historias del atardecer me habría de ocurrir algo semejante y no ha sido así.
El colombre, la pieza que abre la selección, versa sobre un tiburón mitológico, invento de Buzzati pues nada ni nadie da noticia de semejante escualo en ningún sitio. Puede que éste sea el mejor relato de los aquí reunidos y que por eso sea el primero. Stefano es hijo de un marino y amante del mar él mismo desde las primeras singladuras con su progenitor. Su padre precisamente es quien, cuando Stefano ve a un colombre, le asegura que éste le ha elegido su víctima, lo que supone una auténtica maldición: cuando un colombre se decide por alguien, no ceja en su empeño hasta acabar con el desdichado de su elección.
Frente a otras, que son meras narraciones, esta primera es una de las piezas traídas a estas páginas que son auténticos cuentos. Más aún, se trata de una fantasía que no lo parece, con trazas de realidad. Es ahí, donde realidad y ficción se confunden, prevaleciendo aquella, donde yo cifro mi ideal del género. El colombre, además, se antoja en la estela de Moby Dick (1851) de Herman Melville, y, sobre todo, en la de El desierto de los tártaros. La advertencia de su padre sobre el escualo, determina toda la existencia de Stefano, como el ataque de los tártaros la de Drogo.
En un principio, el elegido por la bestia marina, busca trabajo en tierra firme y alejada de la costa. Pero la fijación del colombre con él le magnetiza hasta el punto de hacerle volver al mar. Y allí, en el océano, ya próximo el último trance de nuestro protagonista, Stefano va al encuentro del colombre como Drogo, el segundo teniente, al de los tártaros. En el único prodigio de esta pieza, en la que la fantasía horada la realidad en su justa medida, resulta que la bestia es capaz de hablar y de lamentar que Stefano haya perdido toda su vida evitándole cuando la única intención del escualo era darle una piedra fabulosa que, en principio, le entrega.
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Una de las cosas más gratuitas que he leído sobre Buzzati es esa afirmación que se hace, en el artículo que le dedica Wikipedia, acerca de que era ateo. Muy por el contrario, los textos aquí reunidos, publicados originalmente en el rotativo italiano Corriere della Sera -creo haber entendido que como lecturas dominicales- demuestran que Buzzati era un católico muy de la época en que vieron la luz por primera vez estas historias. Una época marcada por esa renovación de la Iglesia en base al Concilio Vaticano II -iniciado por Juan XXIII en 1962- y la encíclica Ecclesiam Suam -publicada por Pablo VI en 1964-.
Yo, que sí soy ateo -precisamente hablé con mi amigo Julián, del PSOE a la antigua usanza, de ateísmo-, eso sí, ateo tras haber sido educado en ese catolicismo moderno de los años 60, en los que fui el niño más feliz del mundo, reconozco la fe de los católicos de entonces desde lejos. Si bien, tampoco hace falta discurrir mucho ante un relato que se titula La Creación y versa sobre la creación del mundo. Naturalmente, toda esa teoría del Big Bang, aquí no aparece. Aquí se habla del Sublime -que se llama al sumo Hacedor- y las mas necias de sus criaturas: el hombre y la mujer. Una lectura que, una vez concluía resulta como esa versión de Down By te Riverside, ese tema inolvidable en la voz de Louis Armstrong, que, cuando yo iba a misa -dejé de hacerlo en los primeros años 70-, se versionaba en las iglesias a modo de un góspel que versaba sobre lo equivocado que está quien piensa en la grandeza del hombre cuando, según esa canción, la grandeza radica en Dios. Ya se sabe que a Dios le gusta el góspel y deja el jazz, los blues del Delta del Misisipi y el rock& roll al Diablo
A mí, que no creo ni en uno ni en otro, y tampoco en la humanidad -que sería el equivalente en nuestros días a lo que Buzzati se refiere como “el hombre”-, La creación me parece un texto escrito por un católico militante.
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La edición príncipe de estas Historias… data de 1966 y fue dada a la estampa por Mondadori. Mi edición, traducción de Domingo Pruna está fechada dos años después y es el número 277 de mi querida colección Reno. La lección de 1980, tercera narración, entra de lleno en ese nuevo entendimiento, en ese buen rollo imperante en los años 60. Aquella buena disposición no era otra cosa que el pacifismo que aconsejaba la Guerra Fría.
En el 1980 que nos presenta Buzzati, las dos grandes potencias de 1966 -China aún dormía- ya han llegado a La Luna. Se disputan la propiedad de uno de sus cráteres: el Copérnico. En ello están cuando una extraña enfermedad comienza a matar a los hombres poderosos. Así las cosas, cuando la sociedad empieza a darse cuenta de la relación directa entre el poder y la enfermedad, la gente comienza a desprenderse de los cargos. El belicismo empieza a remitir en la misma medida que lo hace la autoridad.
Se diría que, La lección de 1980 es anterior a esas piezas de inspiración católica precedentes en la organización de las Historias… Aquí, Buzzati se antoja casi ácrata, A destacar su fijación con de Gaulle, el único poderoso que se salva de la muerte, por el proverbial afán del general de no alinearse con ninguno de los bloques. Esto da pie al autor a referirse constantemente al francés, pero en un tono más sarcástico que halagüeño.
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El general anónimo es un ejemplo meridiano del pacifismo, no hippie, de los años 60. En realidad, como vengo diciendo, todo el libro es un buen ejemplo de la edición y el buen rollo de aquella época. Se trata, al cabo, del hallazgo de la momia de un militar en el campo donde se libró una cruenta batalla y, a raíz de las condecoraciones que aún luce la guerrera, Buzzati especula.
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El difunto erróneo tiene tantas concomitancias con La máscara de Ripley (1970), que me da que Patricia Highsmith, su autora, leyó a Buzzati: su novela es posterior a este relato. En fin, la de estas páginas que me ocupan es la historia de un artista que, cuando descubre indignado que la prensa ha publicado su obituario, advierte que su obra se revaloriza. De modo que decide hacer creer a todos que, en verdad, ha muerto y seguir produciendo lienzos.
Lo malo es que su mujer comienza a coquetear con su mejor amigo, un tal Óscar. Y cuando Óscar acaba desplazándole en el corazón de su esposa, el artista se mete voluntariamente en el panteón de su familia, presto a esperar la muerte.
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Humildad es otra de esas piezas que nos demuestran que Buzzati era católico, que no ateo, y ésta, además, de un modo irrevocable. Aquí se trata de un cura humilde, de una capilla humilde y olvidada que recibe a otro en confesión regularmente. Cuando, al final de sus días, nuestro párroco se decide a ir a Roma a visitar al papa, descubre que el pontífice no es otro que aquel cura al que estuvo confesando desde que los dos eran párrocos. Religiosos que, por lo demás, carecen de esa angustia -existencial y vocacional- del párroco de Ambricourt, el sacerdote que nos presenta Georges Bernanos en Diario de un cura rural (1936).
Ya digo, yo, que soy ateo, aunque no tengo ningún problema con el catolicismo en que me educaron, antes al contrario, en este Buzzati me cansa tanta fe, tanta beatería y tanta piedad.
(sigue en el asiento del 22 de noviembre:#mce_temp_url#)
Publicado el 14 de octubre de 2024 a las 22:15.